martes, 27 de octubre de 2009

"El lagarto viejo", de Federico García Lorca

En la agostada senda
he visto al buen lagarto
(gota de cocodrilo)
meditando.
Con su verde levita
de abate del diablo,
su talante correcto
y su cuello planchado,
tiene un aire muy triste
de viejo catedrático.
¡Esos ojos marchitos
de artista fracasado,
cómo miran la tarde
desmayada!

¿Es éste su paseo
crepuscular, amigo?
Usad bastón, ya estáis
muy viejo. Don Lagarto,
y los niños del pueblo
pueden daros un susto.
¿Qué buscáis en la senda,
filósofo cegato,
si el fantasma indeciso
de la tarde agosteña
ha roto el horizonte?

¿Buscáis el azul limosna
del cielo moribundo?
¿Un céntimo de estrella?
¿O acaso
estudiasteis un libro
de Lamartine, y os gustan
los trinos platerescos
de los pájaros?

(Miras al sol poniente,
y tus ojos relucen,
¡oh dragón de las ranas!
con un fulgor humano.
Las góndolas sin remos
de las ideas, cruzan
el agua tenebrosa
de tus iris quemados.)

¿Venís quizá en la busca
de la bella lagarta,
verde como los trigos
de mayo,
como las cabelleras
de las fuentes dormidas,
que os despreciaba, y luego
se fue de vuestro campo?
¡Oh dulce idilio roto
sobre la fresca juncia!
¡Pero vivir!, ¡qué diantre!
me habéis sido simpático.
El lema de "me opongo
a la serpiente" triunfa
en esa gran papada
de arzobispo cristiano.

Ya se ha disuelto el sol
en la copa del monte,
y enturbian el camino
los rebaños.
Es hora de marcharse,
dejad la angosta senda
y no continuéis
meditando.
Que lugar tendréis luego
de mirar las estrellas
cuando os coman sin prisa
los gusanos.

¡Volved a vuestra casa
bajo el pueblo de grillos!
¡Buenas noches, amigo
Don Lagarto!

Ya está el campo sin gente,
los montes apagados
y el camino desierto;
sólo de cuando en cuando
canta un cuco en la umbría
de los álamos.

lunes, 12 de octubre de 2009

"Cordero asado" de Roald Dahl




La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente. Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo. De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes. Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura. Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

—¡Hola, querido! —dijo ella.

—¡Hola! —contestó él. Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar. Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.

—Siéntate —dijo él secamente. Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.

—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

—No —dijo él.

—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.

—No quiero —dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

—No me apetece —dijo él.

—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece. Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.

—Vamos —dijo él—, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

—Tengo algo que decirte.

—¿Qué es, querido? ¿Qué pasa?

Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.Era una pierna de cordero. Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella. Se detuvo.

—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento. Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.

—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.

—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

—¡Oh!

—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?El hombre echó una mirada a la tienda.—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

—Magnífico —dijo ella—, le encanta.Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

—Gracias, Sam. Buenas noches.

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

—¿Quién habla?—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

—Iremos en seguida —dijo el hombre.El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. Él la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó ella.

—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

—No —dijo ella. No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.

—No —dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.

—¿Y un atizador?

—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.

La búsqueda continuó.Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?

—Sí, claro. ¿Quiere whisky?

—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!

—¿Quiere que vaya a apagarlo?

—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

—Jack Nooan —dijo.

—¿Sí?

—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

—Si está en nuestras manos, señora Maloney...

—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.

—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

—¿Quieres más, Charlie?

—No, será mejor que no lo acabemos.

—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

—Bueno, dame un poco más.

—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

—Por eso debería ser fácil de encontrar.

—Eso es lo que a mí me parece.

—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario.

Uno de ellos eructó:

—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
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Preguntas:
1) ¿Tenía Molly Malone una buena relación con su marido? Cita partes del texto que confirmen tu postura.
2) ¿Qué actitudes anómalas del marido llevaron a Molly a pensar que algo pasaba?
3) ¿Qué crees que le ha contado él a Molly?
4) ¿Cómo reacciona ella ante lo que él le ha dicho?
4a) ¿Cómo se siente?
4b) ¿Con qué actitud responde a su marido?
4c) ¿Por qué es sorprendente lo que hace en un impulso?
5) ¿Cómo describirías su forma de pensar y actuar tras el crimen?
6) ¿Qué imagen crees que da Molly Malone al tendero y a los policías? ¿Se corresponde con su forma comportarse?
7) ¿Por qué Molly Malone se ríe entre dientes al final del cuento?
8) Con qué adjetivos describirías este relato?

lunes, 5 de octubre de 2009

II. "Juan Quinto", de Ramón María del Valle-Inclán

JUAN QUINTO (Ramón María del Valle Inclán)

Micaela la Galana contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella era moza, tenía estremecida toda la Tierra de Salnés. Contaba cómo una noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos. En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto, para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los dientes, vió al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado. Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban mirando:


—¿Qué mala idea traes, rapaz?


El bigardo levantó el cuchillo:


—La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.


El frailuco rió jocundamente:


—¡Tú eres Juan Quinto!


—Pronto me ha reconocido.


Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de cobre, y las pupilas verdes como dos esmeraldas, audaces y exaltadas. Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para aterrorizarle:


—Traigo prisa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!


El abad se santiguó:


—Pero tú vienes trastornado. ¿Cuántos vasos apuraste, perdulario? Sabía tu mala conducta, aquí vienen muchos feligreses a dolerse. . .. ¡Pero, hombre, no me habían dicho que fueses borracho!


Juan Quinto gritó con repentina violencia:


—¡Señor abad, rece el Yo Pecador!


—Rézalo tú, que más falta te hace.


—¡Qué le siego la garganta! ¡Que le pico la lengua! ¡Que le como los hígados!


El abad, siempre sosegado, se incorporó en las almohadas:


—¡No seas bárbaro, rapaz! ¿Qué provecho iba a hacerte tanta carne cruda?


—¡No me juegue de burlas, señor abad! ¡La bolsa o la vida!


—Ya no tengo dinero, y si lo tuviese tampoco iba a ser para ti. ¡Anda a cavar la tierra!


Juan Quinto levantó el cuchillo sobre la cabeza del exclaustrado:


—Señor abad, rece el Yo Pecador.


El abad acabó por fruncir el áspero entrecejo:


—No me da la gana. Si estás borracho, anda a dormirla. Y en lo sucesivo aprende que a mí se me

debe otro respeto por mis años y por mi dignidad de eclesiástico.


Aquel bigardo atrevido y violento quedó callado un instante, y luego murmuró con la voz asombrada y cubierta de un velo:


-¡Usted no sabe quién es Juan Quinto!


Antes de responderle el exclaustrado le miró de alto a bajo con grave indulgencia:


-Mejor lo sé que tú mismo, mal cristiano.


Insistió el otro con impotente rabia:


-¡Un león!


-¡Un gato!


-¡Los dineros!


-No los tengo.


-¡Que no me voy sin ellos!


-Pues de huésped no te recibo.


En la ventana rayaba el día, y los gallos cantaban quebrando albores. Juan Quinto miró a la redonda, por la ancha sala donde el tonsurado dormía, y descubrió una gaveta:


-Me parece que ya di con el nido.


Tosió el frailuco:


-Malos vientos tienes.


Y comenzó a vestirse muy reposadamente y a rezar en latín. De tiempo en tiempo, a par que se santiguaba, dirigía los ojos al bandolero, que iba de un lado al otro cateando. Sonreía socarrón el frailuco y murmuraba a media voz, una voz grave y borbollona:


-Busca, busca. ¡No encuentro yo con el claro día, y has de encontrar tú a tentones!...


Cuando acabó de vestirse salió a la solana por verme cómo amanecía. Cantaban los pájaros, estremecíanse las hierbas, todo tornaba al nacer con el alba del día. El abad gritole al bigardo, que seguía cateando en la gaveta:


-Tráeme el breviario, rapaz.


Juan Quinto apareció con el breviario, y al tomárselo de las manos el exclaustrado le reconvino lleno de indulgencia:


-¿Pero quién te aconsejó para haber tomado este mal camino? ¡Ponte a cavar la tierra, rapaz!


-Yo no nací para cavar la tierra. ¡Tengo sangre de señores!


-Pues compra una cuerda y ahórcate, porque para robar tampoco sirves.


Con estas palabras bajó el frailuco las escaleras de la solana, y entró en la iglesia para celebrar su misa. Juan Quinto huyó galgueando a través de unos maizales, pues se venía por los montes la mañana y en la fresca del día muchos campanarios saludaban a Dios. Y fue en esta misma mañana ingenua y fragante cuando robó y mató a un chalán en el camino de Santa María de Meis. Micaela la galana, en el final del cuento, bajaba la voz santiguándose, y con un murmullo de su boca sin dientes recordaba la genealogía de Juan Quinto:


-Era de buenas familias. Hijo de Remigio de Bealo, nieto de Pedro, que acompañó al difunto señor

en la batalla del puente de San Payo. Recemos un Padre Nuestro por los muertos y por los vivos.



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PREGUNTAS DE LA LECTURA

1) ¿Quiénes son los personajes del relato?
2) ¿Dónde se desarrolla la acción?
3) ¿En cuánto tiempo crees que se desarrolla la historia? Indica las frases del texto donde lo has descubierto.
4) ¿Qué significa la frase: “Crujió la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos”?
5) Escribe cinco adjetivos que describan el carácter de Juan Quinto y otros cinco que describan el del abad.
6) ¿Con qué nombres se alude al abad en el cuento?
7) ¿Por qué no consigue su objetivo Juan Quinto?
8) ¿Crees, como dice el abad, que Juan Quinto no sirve para ladrón? ¿Por qué?
9) ¿Quién es Micaela la Galana?
10) ¿Qué opinas de este cuento?

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